Cuba y su verdad entre sueños por Emily Carrero Mustelier

Este artículo ha sido escrito por Emily Carrero Mustelier y publicado originalmente en Hyper Media Magazine el 11 de enero de 2022.  

Uno de los efectos secundarios del exilio es el soñar con Cuba de manera recurrente. Da igual si uno sueña en pasado, en presente o en futuro, pero es muy común soñar con esa isla que, de la manera más inerte, se las arregla una y otra vez para continuar siendo el ombligo del universo de los cubanos sin importar dónde estemos.

Yo, por ejemplo, sueño con los pisos o con el patio de la casa donde crecí, con la primaria o el pre a los que asistí, y con las personas que fueron, y algunos que aún son, parte de mi vida. Esos sueños, a veces, me producen nostalgia. Otras veces ni me van ni me vienen. Y otras, generalmente cuando tengo pesadillas, me dan su poquito de miedo. 

Anoche tuve una de esas pesadillas. Soñé que regresaba a Cuba, supongo que en algún momento del futuro, y en teoría pasaba el Niágara en bicicleta. 

No me queda claro por qué volví, pero me quedó visto y comprobado que yo era una extranjera en la tierra que me vio nacer. Para empezar, pasé de ser alguien que se “sabía mover” en La Habana a la típica cubano-americana que un banquero estafador intentó comerse a mentiras cambiando unos dólares en la calle Obispo, y todo gracias al reordenamiento. Para terminar, estaba sola en una ciudad que, evidentemente, ya no era mía. Mi familia se esfumó y en mi sueño solo estaba una supuesta amiga de los años, igualita físicamente, pero con un nivel de obstine que no podría describir. Era maestra o doctora, o ambas cosas, no recuerdo, pero vendía artículos (de dudosa procedencia) en la misma calle comercial donde el susodicho se quiso aprovechar de mi solvencia económica. 

¿Me rompió el corazón verla pasando trabajo? Sí. ¿Me pareció injusta su situación? También. Pero más me dolió sentarme en un banco a hablar con ella y descubrir que lo suyo no era un caso aislado. De la matrícula del aula varios habían emigrado a lugares remotos, muchos otros vivían del invento y a algunos, en ese invento, les partieron las patas. Los tres gatos que, como ella, estudiaron algo, tienen que recurrir a un trabajito por la izquierda o dejar su carrera porque el salario, por más que lo estiren o lo reordenen, no da. Y alguno que otro quedó en el intento de huir, de resolver, de vivir, o de lo que fuera. 

Terminando esa conversación abrí los ojos y el pesar que sentí en el pecho fue una mezcla de pánico, tristeza y preocupación que tiene sus raíces en la realidad que esconde el sueño detrás. Miedo, porque si alguna vez vuelvo a Cuba, estando la cosa cómo está, mi estafa y mil otros malos ratos van porque van; yo, en la Cuba que dejé, era una pastora alemana (a lo Ana Menéndez) y ya, allá, no existimos ni ella, ni yo. Tristeza, porque la vida del cubano, ya sea la de mi amiga, la del banquero, o la de los pobladores de esa isla infortunada, es lo que es y no lo que quisieron que fuera. Preocupación, porque los males de Cuba, ni en sueños, tienen solución visible.

Anoche fue este sueño. Mañana, tal vez, será otro similar. Pero la cosa es que Cuba y su verdad se reproducen hasta en sueños sin que importe el empeño de nosotros, los isleños, por olvidar y escapar. 

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